Este fue uno de los motivos por los que me lanzé en plancha al último estreno de uno de mis directores favoritos, Tim Burton. El chico de negro había elegido un título muy sugerente, La novia cadáver, y una técnica apasionante, el stop-motion que ya había utilizado en la nunca suficientemente valorada Pesadilla antes de navidad.
La estética macabra barniza un encantador cuento de amor donde los sentimientos fuertes y verdaderos triunfan frente al egoísmo y la ambición. Dos visiones opuestas, dos mundos antagónicos, dos realidades diferentes, con una sutil frontera: la vida. Para conseguir marcar los límites, Burton combina a la perfección los colores, la luz y el optimismo de los personajes, que curiosamente es más positiva en los muertos que en los vivos. Es por ello, que si algún otro fanático decidiera montar una creencia en los mundos de Burton, yo sería el primero en evangelizarme, eso sí, sin rezos ni plegarias, pues, como dicen en la peli, la muerte se haga lo que se haga, al final llega, y si es en el mundo de Burton, no creo que sea necesario tanto compromiso.
Me muero por llegar...